jueves, 26 de agosto de 2010

El magnifico arte de viajar en colectivo.


Transporte Mendoza (Humahuaca - Iruya) Ser pasajero de colectivo es como ser un comando de la elite militar. Uno tiene que estar entrenado para cualquier eventualidad y así superar los avatares del destino sobre cuatro ruedas (o mas, depende el coche) y no morir en el intento. Por otro lado, la vida en colectivo tiene su fauna silvestre que dan la posibilidad de disfrutar un viaje en silencio con el único premio de la observación, la contemplación.

Es una ciencia que debe ser aprendida por las nuevas generaciones y no olvidadas por las viejas. Nada puede hacer un taxi compartido al lado de un colectivo de línea. Mucho menos uno de estos que ahora los llaman de “amarillos”.

Un viaje en colectivo tenia su particularidad, la cual dependía, claro, del tipo de transporte, la zona, el recorrido, su radio de acción, la época y el horario. Porque no es lo mismo un viejo “San Salvador” o los antiguos “Rio Blanco” que un Panamericano o un Balut.

Mis primeras andadas eran hacia el Colegio Nacional, desde el parque San Martin, en el clásico “Uno” de la San Salvador.

Salir a tomar el cole a las 7:30 no implicaba mas que juntar las ganas de sobreponerse a una madrugada lenta, casi adormecida con un buen desayuno en el estomago y un control estricto sobre el segundero para no perder el hilo temporal sobre el paso del transporte. Era inevitable, pero todo el pasaje, adolescentes de secundarias, muchachos y muchachas mantenían el perfil bajo por el básico efecto del adormecimiento matutino, que a veces solo era superado en épocas de primavera, donde los revoloteos del amor, la pasión, la picardía sexual en astuta combinación con las hormonas despertaba la adrenalina a temprana hora y el barullo dentro del cole se hacia notar a través de comentarios risueños, breves roces dulces entre pibes y pibas y algunas que otras bromas sensibles.

En contraposición a lo anterior, el invierno invitaba a dormitar algunas cuadras, a acurrucarse en el rincón menos ventoso, mas cálido y mas cómodo. Nos obligaba a paralizar la lengua y a reposar en silencio, quizás solo acompañado con el “Perro” Solís en la A.M. que ponía el conductor.

Luego de algunas complicaciones de índole estudiantil (ser un chico malo carecía del reconocimiento por parte de las instituciones), mi destino me deposito en las puertas del nuevo establecimiento perteneciente al Bachillerato N° 6 “Islas Malvinas”, nombre de gran altanería en la jerga de la alta alcurnia educacional para definir al ya conocido y popular “Bachi 6” que antiguamente funcionaba en la escuela “Pucarita” como nocturno y ahora se mudaba a “Los Arenales” o “Santa Rita” o las “820 viviendas”, la verdad nunca supe diferenciar las barriadas, solo sabia que entrando por Burela unas cuatro cuadras, debía abandonar el transporte para llegar al establecimiento.

La condición de repitente de tercer año, me obligo a asistir al turno tarde. Y ya tomarse un colectivo involucraba cierta complicación. Los horarios se coincidían con la gente que salía de trabajar, los chicos del turno mañana que iban a sus casas y, como en mi caso, los que íbamos al gran templo del saber a superar lo que no habíamos aprobado el año anterior.

Se necesitaba una estrategia para sobrevivir. Un plan. Un programa de acción. Y esto consistía, básicamente y en principio, ocupar un buen lugar en la cola de la parada, pechar, aplicar físico y si era necesario empujar, salvo sea una dama, efecto nocivo para un soldado y cuya distracción podría hacer que caiga en la desgracia del pasillo y el pasamanos. Una vez ubicados y pagado el boleto, el asiento debía ser elegido sabiamente. Un asiento de la fila simple nos dejaba a merced de cualquier viejecita o persona del sexo opuesto que mediante mirada intimidatoria podría ejercer su derecho de sexo débil y solicitar una muestra de caballerosidad por nuestra parte, algo que yo todavía en ese entonces, no estaba muy convencido de demostrar, claro, salvo sea y como lo dije antes, una chica de interesantes dimensiones físicas y cuyas propiedades carnales sean merecedoras de tal inmolación.

Lo mismo podría pasar en los asientos del pasillo de la fila doble. O como alguna vez me ocurrió, que un inocente mocoso de primaria adornado con su delantal blanco (jamás entendí porque eligieron los colores blancos para tal fin cuando la mugre que acumulas en la primaria superaba ampliamente el decoro de la imagen) y cargando su salvaje mochila-portafolios en medio del amontonadero, traía en su mano derecha, derretida al estilo “Velada Paqueta” (Véase Comicolor), una “colita de chancho”, ese mortal caramelo bicolor rojiverde cónico camuflado en forma chupetín casero y cuyo envoltorio era ya un suplicio poder sacarlo requiriendo la técnica y la experiencia de un desarmador de bombas del FBI; fue a instalarse justo a mi lado, parado en el pasillo.

Quiso la socia desgracia, un bache, el semáforo o un incauto conductor delante nuestro, que el colectivo hiciera un siniestro movimiento desequilibrante del mocoso de primaria que no tuvo mejor oportunidad que apoyar su dulce, que a esa hora de la tarde en conjunto con el calor humano, ya no se distinguía entre mano y dulce; se estampara de lleno en mi camisa a la altura del brazo.

Habían muchos testigos. Esto me impedía ejercer el derecho a represalias sobre el infante, pero una mirada certera y precisa al centro de sus pupilas alertaron al chico que si no desistía de la ingesta de tal oprobio de la gastronomía colegial, seria victima de la puteada mas grande de la historia.

Sentarse hacia la ventanilla permitía un escape de la realidad. Era un viaje en el tiempo. Ubicarse allí y apoyar la frente en el frio cristal proporcionaba masajes craneales de dimensiones cósmicas. La vibración de la ventanilla sumado al pasaje de las diapositivas visuales de las cuadras, la gente yendo y viniendo, los autos, los negocios de la Alte. Brown me otorgaban una dosis hipnótica de relajo, reflexión y nostalgia. Me daba la oportunidad de viajar hacia otros lados, a imaginar la mano suave de una mujer, añorar los besos de alguna compañera o a volar en la fantasías de las primaveras pasadas y los encuentros furtivos en canchones ajenos. Pero la magia solía desaparecer cuando se te sentaba algún mecánico, gordo y recién salido del taller y te arrinconaba contra el costado dejando poco margen para la respiración.

Claro que el capricho del azar tiraba sus dados y como por arte de magia solía favorecerme con un 7 colocando a mi lado a esa morocha deslumbrante y atractivamente sensual que me deslumbraba con su presencia. Porque después de varios viajes vas “conociendo” gente. La que como uno, repite su rutina generando en uno, esa ansiedad de seguir viéndola, mirándola, robarle una mirada cómplice, una sonrisa, un acercamiento una devolución a la simpatía estúpida e inocente de los viajes de colectivos.

La gente corriendo en las paradas son diferentes vistas desde la intimidad de tu asiento que cuando las ves a tu lado en la parada. Desde arriba, hasta un manto de la compasión endeble y sin sostén solía apoderarse de mi alma ante aquella derrota humillante del falso horario, el anticipo desbocado del vehículo o la responsabilidad absoluta de un gallo que no canto cuando debía.

Policías durmiendo semiderrumbados en sus butacas, rebotando levemente sus frentes en los vidrios de las ventanas. Estudiantes cansados envueltos en barullos vespertinos. Los viejos inspectores abriéndose paso entre la masa, como un Moisés moderno y sin aguas que dividir, en busca de colados a la voz de “Boletos, por favor.”

Podría seguir aquí sentado, tecleando las experiencias de colectivos, que enseñan, que muestran, que animan y desaniman. Que invitan a soñar despiertos con audaces motivos de acercamientos o intempestivas huidas de la muchedumbre en busca de un metro cuadrado de soledad acogedora. Podría seguir relatando las aventuras de un transporte hacia La Quiaca, Humahuaca o Tilcara donde el aroma a tola quemada, empanadas recién hechas  y leche materna cuajada se mezclan para anticipar lo que vendrá.

Podría relatar aquel viaje a Salta cuando estallo el parabrisas y atravesamos sin el,  aquella psicodélica tormenta de pirpintos blancos y amarillos, abrazados y eternamente enamorados.

Podría relatar el viaje a las Cataratas del Iguazú, sus secretos y sus misterios, sus encantos y sus cuentos, las intimidades y las no tanto, que termino por dejarme en mis brazos a la mujer que tanto amo.

Los viajes en colectivos son una ciencia oculta que merece ser estudiada. Dignos de ser entregados a los beneficios de la comprensión. Invitan a soñar, a soltar la imaginación, a entender, a observar, a silenciar las palabras, a aceptar, a querer, a amar.

Viajes de colectivos.

 

(Foto: Transporte Mendoza. Humahuaca – Iruya)

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