Como experiencia sobre mudanzas afirmo lo siguiente. La mejor mudanza es la ultima, la final. La mas liviana, la eterna. Aquella donde no llevas nada nada mas que el peso inerte de tu alma, tus pecados y tus perdones, los recuerdos, el amor irremplazable de los seres queridos, las imágenes de tu propio PowerPoint existencial, la memoria y los sentimiento. Ni siquiera los huesos ni la carne. Solo eso. Liviano y libre.
La mudanza final, aquella que te cobija en el calor de infierno o la tranquilidad del cielo.
Atrás, al final de cuentas, quedan todas esas baratijas. Todo eso que se dice, te hace la vida mas cómoda. Aquello que es un gusto, un capricho, un antojo. Quedan los espejos que alimentaron tu ego. Las prendas que escondieron tus inseguridades, al igual que tu maquillaje. Los papeles, signos de la burocracia en la que naufragaste navegando por el mar de la rutina. El sofá, donde pusiste a recostar tus penas y tus ambigüedades existenciales. La heladera donde enfriaste tu corazón alimentándolo de orgullos y resentimientos. Objetos, cosas, necesarias y molestas a la vez. Una verdadera carga, una pesada mochila que obstaculiza tu verdadera libertad, pesándote a cada paso que haces al realizar la mudanza.
Pero aquella ultima, la que te lleva al verdadero hogar, también te premia, con el reencuentro de los que partieron antes. Desnudos de estupideces, vacíos de carga, solo esperándote para recibirte con los brazos abiertos, la sonrisa de ellos que nunca se borro de tu mente y recibirte así, en tu nuevo y ultimo hogar.
(Dedicado a Lara, que sin carta de desalojo, mudó hacia la eternidad.)
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