Extrañando mi opulento palacete céntrico forrado en mármol de Carrara con toques de lajas norteñas y unos que otros arreglos florales tomados clandestinamente de la Plaza Belgrano, voy recuperando el habla, la conciencia, la razón. Mis ojos algo pesados se anotician que estoy en un lugar extraño, desconocido, totalmente ajeno a mi. No se, pero algo así como el zumbido del sentido arácnido, me alerta que encontrar una buena parrillada con sus ensortijados chinchulines, un par de morenas morcillas sin arroz (¡válgame Dios!, ¿a quien se le ocurrió ponerle arroz? seguramente a algún inmigrante nipón) y unas buenas porciones de vacio y costillas iba a ser una tarea muy difícil de llevar a cabo.
Mi cuñada esta extrañamente calzada en una bikini. Lo mismo hace mi hija y le sigue mi mujer. Claro. La Playa. Iquique. Me vuelvo a desmayar abatido por la derrota, pero reacciono rápido, chupo sal y me incorporo para darle frente a esta batalla vacacional en la tierra del piure y el pastel de jaiba.
Salgo entonces enfundado con mi nueva Rip Curl verde flúor para camuflarme con el gentío, a hacer un reconocimiento del terreno y a informarme a que se dedican los nativos y siguiendo al grupo que se dirige salvajemente hacia la playa, como si nunca hubieran visto arena, mar, sal.
El sol pega bastante, como Abra Pampa, claro sin la playa que se encuentra, gracias a Dios, cerca de nuestro campamento. Las veredas son extrañas, bueno, en realidad tienen mas veredas que nosotros, tanta que los coches se estacionan sobre ellas.
El ambiente reseco, a pesar de estar a orillas del Pacifico, me produce sed, por lo que entro a una ¿despensa? a comprar agua denserio, producto liquido que por aquí escasea, según dicen las malas lenguas. Me veo obligado a entablar comunicación con un ciudadano local que viste graciosamente una musculosa blanca y un pantalón del Colo - Colo. Procedo a exigir - con educación pero con firmeza - que me proporcione, además del liquido embotellado, información general sobre el lugar.
El hombre comienza, en una extraña verborragia casi inentendible para el hijo no reconocido de la Real Academia Española, a explicar con su clásico orgullo patrio trasandino, que la ciudad consta de un casco viejo, uno mas moderno, que tienen dos playas, que aquí, que allá, que esto, aquello, que zutano, mengano y fulano. En un principio creí estar entendiendo mal (el acento chileno suena como un chicotazo extremadamente cerrado), pero luego de solicitar me repitiera lo antedicho un par de veces mas, pude ir sintonizando aquel extraño dialecto.
Me entrega el agua mineral "Mamiña" y cierra con un : "Son mil seiscientos pesos ¿ia?"
En un acto reflejo, se me cierra la glotis, mi corazón casi se para, le doy la orden cerebral a mis manos para que se muevan a la billetera pero estas hacen caso omiso. Un pasmo apoplético me invade y con solo pensar que debo desembolsar "mil seiscientos pesos", me asusta. Es el 50% de mi magro salario. Estornudo, toso, me atraganto, sudo frio y quiero llorar, pero de repente me doy cuenta de que estoy en Chile, el país de la moneda con muchos ceros, numerito nulo y casi esquivo que en Argentina lo venimos perdiendo a de tres, nos deja en la lona y nos sumerge en la dieta del fideo y el arroz por unos tres o cuatro años, mas o menos.
Me recupero de mi actitud infantil, tomo la billetera y saco unos de esos billetes dignos del "Estanciero" o del "Monopolio" y pago el producto. El paisano me entrega entonces algo así como dos quilos setecientos cincuenta y tres gramos en puras monedas chilenas, que aquí si abundan, valen y tienen y no como allá, que hay que andar asaltando encapuchado al golosinero de la puerta del colegio o a la monjita de la limosna dominical en alguna iglesia lejana para hacernos del vil metal.
Salgo corriendo como un púber turista aficionado, medio atontado por el suceso mientras el sonajero financiero da rienda suelta a un indisimulable compas de maracas a cada paso que doy.
El calor de Iquique me sofoca y en las copas de las escasas palmeras (creo que son artificiales e intentan engañarnos vilmente) los "chumucos" esperan a algún transeúnte desprevenido para, básicamente, cagarlos en el hombro o en la cabeza. Debo admitir que alguien del grupo fue untado con esa manteca de extraño aroma ictícola, pero no voy a dar nombre por razones de seguridad.
Ya en la playa, el espectáculo circense se abre paso entre la maraña del gentío. El obra maestra gastronómica se inicia con un grito vehemente de "¡Chaaaa-parritas!", "¡Al rico mote con huesillos!", "¡Hay cuchufli, barquillo!. ¡Delicioso el barquillo!" y "¡Palmeritas, Corbatitas!". No pude ocultar mi asombro al imaginarme que tipo de ser vivo se le ocurre ir a la playa a comprar una corbata. Si ves alguno con camisa, avisenmen. Claro luego descubriría que parte de la monodieta de turistas estaba basada en aquel pedazo de disco tarta totalmente disimulado en un corte longitudinal de unos seis centímetros de ancho por unos casi treinta, adornados con un extraño rombo y algunos pliegues, todo esto frito y edulcorado con vaya uno a saber que cosa dulce de aquí.
Sobrevivir en la playa iquiqueña es como intentar comunicarse con un tailandés ebrio. El rookie playero se ve obligado a hacer las típicas preguntas papanatas dignas de un tierno niñito de 4 o 5 añitos introduciéndose en los caminos del existencialismo. "¿Que son las corbatitas?" "¿De que son las chaparritas o que tienen?"."¿Y el huesillo con mote?" mientras el vendedor nos mira con una cara poco piadosa que apenas puede esconder el sarcasmo irreversible y atina a esputarnos verbalmente "¿De donde son?"
Dos horas después y luego de la ingesta de casi dos kilos de "corbatitas" no puedo moverme y me arrastro hasta el mar. El agua esta salada. Mucho.
Ya me habían advertido algunos maricastañuelas lloroncitos hijitos de mamita y adictos a la crema de enjuague y las Cosmopolitan, que el agua era re fría, uy, uy, uy, no te podes ni meter, ay, ay, ay, es re helada y otras tantas pajaronadas maricarmencitas. Gracias a mi entrenamiento militar en el polo sur ( que consistía en nadar desnudo y solo provisto de una cortaplumas de supervivencia, hasta el casco polar y pasar allí tres semanas alimentándome de la fauna local) soporte sin mayores inconvenientes un buen chapuzón salvo por esa olita que no pude dominar, me pego un par de vueltas debajo del agua, hizo lo que quiso conmigo para luego arrojarme en la orilla.
Algunos moretones después, el sol ya se ponía. Era hora de retornar a la cueva. La noche caería y las fieras saldrían a alimentarse aprovechando la oscuridad.
Había pasado el primer día en este terreno hostil y poco amigable.
Era hora de rearmarse para la noche.
Cambio y fuera.
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