¡Bueno, bueno! Y llega el fin de semana, ¡Gracias al Dios bendito! y también a un par de cabras negras que sacrifique en la sala de reuniones de mi lugar de trabajo para que me liberen de este despiadado lugar antes que me consuma en mis propios jugos.
Resulta ser que la ventaja de trabajar en el sector tabacalero, no es precisamente la de disfrutar las ganancias que produce el tabaco, sino mas bien padecer, por ejemplo, el efecto cámara de gas de los fumadores cuyas manos amarillentas por culpa de la nicotina, nos retrotrae a las viejas épocas de la segunda guerra mundial.
Entre otras cosas, el contacto permanente con los agroquímicos deja al libre albedrio, el comportamiento esquivo y poco equilibrado de algunos productores. Balbuceos, babeos, gorgoreos y no como pajaritos, escupitajos y otras manifestaciones cuasifantasmagoricas dignas de un guion tipo “El Exorcista IIIVIVIVIVVIAEIXIX” o algo así.
Resulta que entre el agobiante calor y la fluida asistencia de gente, entra uno. De mirada vidriosa cuyas pupilas algo dilatadas (no se que consume) y con gorra típica de fertilizante o taller mecánico, mostachos enaceitados por el humo del cigarro, camisa leñadora arremangada, piel curtida y manos engrasadas y un cigarro entre sus dedos. Ya de entrada, mi titulo de medicina ilegal me habilitaba para percibir que el señor algún problema de visión debía tener. Había pasado por alto el cartel de “NO FUMAR – ESPACIO SIN HUMO”.
Con cierta amabilidad de un cromañón me solicita la deuda, tarea que velozmente paso a efectivizar demostrando eficiencia locuaz y mordaz en mis quehaceres laborales, como siempre, como un buen ciudadano tra-ba-ja-dor de clase medie, especie que hoy en día, en peligro de extinción. Es por eso que procedo a dar la orden pertinente de bits, bytes y megabytes a mi estación de trabajo para imprimir lo antes pedido.
De pronto la armonía liberal de lo que anticipa un día viernes se ve interrumpida por una oleada candente e hirviente de brasas criminales de algo que me incinera la espalda, el cuello, la oreja, el cuero cabelludo y otras partes pudendas que prefiero no mencionar, por lo que me veo obligado a actuar, o sea huir de aquel lugar de fuegos infernales.
En un principio pensé que se trataba de algún seguidor de la secta de Eduardo Vázquez y que había querido incendiarme sin ningún tipo de remordimiento. Pero luego me percataría de la realidad ocurrida.
Como lo había mencionado, digo, ese problemita de presbicia, miopía o quizás una severa catarata aguda, el señor productor en mi oficina había intentado deshacerse de lo que quedaba de su cigarrillo. Seguramente que en aquellos tiempos remotos de la escuela primaria, el don habría sido un gran lanzador de figuritas, por lo que opto por lanzar desde su silla y de un certero tincazo, la colilla candente por la ventana, distante a unos…. ¡a ver!…¡espera que mido!… ¡¡¡mmm!!! ¡ya! ¡distante 2,15 de distancia!. La idea era valiosa, juvenil, inocente y hasta con cierto aire de salvajismo colegial, salvo por un pequeño detalle.
Estaba cerrada.
Fue ahí entonces que producido el lanzamiento, el proyectil fogoso procedió a estrellarse en el vidrio violentamente, de la misma manera que revienta un cascarudo en el parabrisas de un BMW, para reventar en miles y miles de pequeñas y asesinas brasitas endemoniadas que saltaron a quien suscribe la presente, ubicado, claro a un costado de la ventana.
Treinta y cinco minutos después de revolcarme en el suelo y lograr apagar mi propia fogosidad no planificada, procedo a aceptar las disculpas de este cristiano para despedirlo y advertirle de lo peligroso que es dormirse con un cigarrillo encendido en la mano.
Me retiro este fin de semana entonces, a auto aplicarme estos ungüentos blancos para curar mis quemaduras de Quinto Grado.
¡Sean felices y tengan buen sexo!
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